Hemos escuchado a la OCDE advertir de que sería contraproducente elevar la fiscalidad mientras la recuperación económica no esté plenamente en marcha; ello no excluye la preparación de una reforma para tener un sistema con mayor eficiencia y equidad, pero sin hurgar ahora en los bolsillos de las familias y en los magros resultados de las empresas, si es que los tuvieran.
El mundo transita todavía por la senda que ha marcado la pandemia, ruta llena de contratiempos, ante la cual los gobiernos han tenido que movilizar medios que, en una situación convencional, se habrían destinado a otros fines, situándose así en la excepcionalidad, con el legítimo e irrenunciable fin de proteger a sus ciudadanos y mitigar el desmoronamiento económico y social.
Pudiera pensarse, y no es esta una opinión poco extendida, que en los arcanos gubernamentales siempre es factible encontrar enigmáticas palancas, que permiten acceder a un «dinero mágico» insospechado. Sin embargo, con solo pensar un poco en términos realistas sabemos que se llama deuda pública. Han quedado atrás los tiempos en los que el endeudamiento del Estado se emparentaba con los riesgos que para las familias tenía el vivir a crédito, a pesar de que las espaldas de las generaciones futuras han de ser anchas, si el sector público, desenfocando las cosas, se dedica a doparse con una deuda sin sentido. No es este el caso, al menos de momento, incluso para países como el nuestro, en el que los más de 1,34 billones de euros de endeudamiento (120% del PIB), nos coloca solo por detrás de Grecia, Italia y Portugal. Lo cierto es que hubo que atender unos servicios públicos no preparados para emergencias extremas, haciendo frente, simultáneamente, a la caída histórica de los ingresos, derivada del cierre de la actividad y de las lógicas restricciones a la movilidad.
De todas formas, y este ha sido un hecho muy positivo, la deuda nos preocupa menos porque el entorno juega a favor: los tipos de interés vienen siendo muy bajos, e incluso negativos, como consecuencia de un exceso de ahorro a nivel internacional y una demanda de fondos para inversión insuficiente. Y, además, ese brazo financiero que es el Banco Central Europeo, constituye una ayuda -no siempre bien entendida-, que está al quite y coordina de modo eficiente la política monetaria.
Adicionalmente, pero no en último lugar, los condicionantes de la UE han roto sus costuras, de tal manera que se ha puesto en cuestión la sanidad financiera ligada al ratio deuda/riqueza nacional, que venía siendo una señal de sostenibilidad. Otro consenso se está construyendo para ligar el nivel del endeudamiento a la calidad del gasto público que financia, pero de momento la deuda juega el papel de bombero inevitable para impedir males mayores, con mucha libertad.
Dicho todo lo anterior, es preciso darle una vuelta a la cuestión de la gobernanza, que ha venido siendo rehén del corto plazo, de falta de coherencia y de cierta opacidad, cosas todas ellas que hoy son extremadamente reprochables por la ciudadanía. Y en esa dirección, habría que garantizar una especie de perímetro de gasto público dedicado a la nueva dirección estratégica, que viene marcada por los grandes ejes del plan de relanzamiento y resiliencia de la UE: una economía más verde, más digital, más innovadora y más capacitadora del capital humano. Sin olvidar, claro está, nuestro Estado compuesto por comunidades autónomas y municipios, que excluye cualquier lógica jacobina en la utilización de los fondos europeos.
Llegados a este punto, debemos pensar en la otra cara de la moneda: los ingresos públicos, la carga fiscal sobre economías domésticas y empresas. ¿Es tiempo de subidas? Si le preguntásemos a la señora ministra de Hacienda, nos diría, probablemente, que sí y estaría en su papel. Sin embargo, hemos escuchado hace unos días a la OCDE sostener que sería contraproducente subir impuestos mientras la recuperación no esté completamente en marcha, posición con la que coincidimos. Ello no ha de excluir la preparación de reformas encaminadas a buscar mayor eficiencia y equidad en el sistema fiscal en vigor, lo cual es cosa bien distinta que ponerse ahora a hurgar en los bolsillos de las familias y en los magros resultados de las empresas, si es que los tuvieran positivos. Y eso es lo que ha dicho la ministra de Economía, señora Calviño, con nitidez: «No es el momento de subir impuestos y menos a corto plazo».
Está muy bien convocar a expertos -muy lejos, hay que decirlo, de las prestigiosas comisiones británicas, por ejemplo, ya que en España se les hace poco caso-, para que les den vueltas a la imposición digital, a la tributación verde, al impuestos sobre el beneficio de las sociedades, etc., pero estaría muy mal cargar la mano ahora, que es tiempo de convalecencia. Lo ha dicho muy bien el gobierno portugués: hay que dar prioridad a la reactivación de la economía, no se va a subir la carga fiscal. Joâo Leâo, ministro luso de Finanzas ha sido claro: «No tenemos la intención de aumentar los impuestos. La máxima prioridad es la recuperación de la economía, la recuperación del empleo y la protección de los ingresos de manera responsable».
Reformas
Más allá de algunos retoques secundarios, los principales países de la UE no se afanan en subir los tributos en estos momentos, aunque sí que preparan reformas, alguna muy importante y sensible en el impuesto de sociedades, tras la propuesta del gobierno Biden, encaminada a una armonización internacional. Cada cosa a su tiempo, acaba de decir el primer ministro de Canadá al presentar los presupuestos, refiriéndose a su decisión de no tocar los tributos, en línea con manifestaciones similares a través del mundo.
Es muy necesario que la ciudadanía comprenda que estamos en una etapa crítica desde el punto de vista económico, lo que debiera excluir cualquier dogmatismo. Y en ese sentido, los gobiernos no se deberían guiar prioritariamente por quienes ostentan conocimientos superespecializados, porque el mundo y la vida es más que eso y la política, también. Siempre conviene más un toque de escepticismo que rendirse a certidumbres preconcebidas. La pericia es indispensable, pero la tecnocracia no, y el sentido de la oportunidad resulta una guía, a veces intuitiva, de indudable eficacia. Podemos estar de acuerdo en una reforma fiscal determinada, pero podemos disentir en cuanto al momento. Cuando hayamos enderezado la economía y el ciclo despegue hacia la expansión, entonces una reforma tendrá su oportunidad, que para el gobierno será una obligación. Nuestro sistema fiscal está achacoso, remendado, en su eficiencia pretendida y en su injusticia, pero no vayamos a perder la ocasión de sumar voluntades, que pueden dañarse si se abordan transformaciones relevantes a destiempo. Alguien llegó a decir que no hay nada tan divertido como la imprudencia, pero tratándose de las cosas del comer, toda cordura es poca.
Probablemente, la reforma más interesante que tenemos en puertas es la del impuesto sobre la renta de las sociedades, que el presidente norteamericano viene de proponer, que si se lleva a cabo, supondrá un giro histórico en la escena internacional. Se establecería un tipo mínimo del 21%, con una complejidad menor que lo que ha avanzado la OCDE, tratándose de una iniciativa que toma nota del progreso de la economía digital y de la carrera hacia abajo de la recaudación, en función de la competencia entre países, y del buen estado de salud de los paraísos fiscales.
Y en lo demás, las líneas maestras de la reforma están bastante claras en Europa, olvidándonos de mantras y de prejuicios. Es necesario recaudar, porque sin ingresos suficientes no pueden atenderse los servicios públicos, haciéndolo compatible con no provocar desalientos ni en las personas físicas ni en las jurídicas, porque estaremos de acuerdo que en una economía de mercado, los motores están ahí, complementados, claro está, por un sector público inteligente y poco doctrinario.
LUIS CARAMÉS VIÉITEZ
PRESIDENTE
Columna publicada en La Voz de Galicia