Cuando uno se encuentra con la Ribeira Sacra, no se cansa de pensar que es increíble, pero también mucho más. Mucho más y, sobre todo, cualquier cosa menos retórica vacía e incienso barato. La Ribeira Sacra, por orografía, historia y otras circunstancias, se ha conservado cual secreto de los dioses, que la disfrutaron desde siempre, compartida con monjes y ermitaños, incrustados en una naturaleza singular, custodiando creencias o perdiéndolas, pero, en todo caso, habitando lugares en los que la belleza no necesita explicación, sino disfrute. Desde entonces hasta hoy, pespunteando siglos con una supervivencia ingeniosa, viticultura heroica mediante, barqueros del Miño y del Sil, “carontes” hábiles e imprescindibles.
Tengo para mí que acercarse al monasterio de Santa Cristina, joya del románico donde las haya, mientras sus piedras juegan a esconderse, entre ramas de castaños, de las miradas de los turistas que empiezan esta extraña temporada, surcando en barcos-mosca, ese afluente que dicen quiso ser rebelde, antes de rendirse al embalse de Santo Estevo; estar, como digo, al lado de esa iglesia con frescos recuperados, magia y trascendencia, imaginando el “armarium claustri”, que guardaba las lecturas tras los largos paseos por senderos y viñedos. Sólo la experiencia de vivirlo toca la cuerda, a veces oxidada, de las sensaciones que merecen la pena.
Es esta ladera ourensana, ahora barroca en sus colores y ocre en el otoño, la que nos ha de acompañar a San Esteban, a San Pedro de Roca y a Santa María da Xunqueira, o siguiendo una curva sin fin, empecinada, llamada carretera, subir hasta Castro Caldelas, castillo, bica y mirada sobre viñas infinitas, donde, ahora, la tecnología borra el sufrimiento de los “socalcos”, tanto subir y bajar para mantenerse vivos, en sentido estricto.
Que nadie piense que acercarse a Montederramo nos alivia del torrente estético de bosque y prado, abedules y ecos centenarios, que enamoraron a los frailes franceses de Claraval. Un chute de gregoriano, si fuese posible, para ligar el cóctel de románico, gótico y renacentista, antes de irnos a la otra orilla, bajo los entusiastas saludos de unos viajeros en globo, porque que la Ribeira Sacra ha sido creada también para dejarse querer desde el aire.
Y así llegamos a Monforte de Lemos, de cuya tierra tuve ocasión de hablar allá por el Nápoles de los Condes, y sobre todo de D. Pietro Fernández di Castro, con Manuela Sáez, incansable investigadora, ya sea aquí, ya sea en Italia, valedora de un hermanamiento bien trabajado y nunca concluido. Monforte es un buen punto de partida para continuar la inmersión en esta Galicia escondida. San Xoán da Cova, Santo Estevo de Chouzán, salvadas en su día del ahogamiento en el embalse de Os Peares, el recodo del Cabo do Mundo, cascadas de Augacaida y Fondós, “sementeira” de bodegas, Santa María de Pesqueiras, San Paio de Diamondi, San Xulián de Lobios, Santa María de Proendos, San Vicente de Pombeiro, entre otos muchos testimonios de la riqueza que se labró en el granito y en la fe. Y no me olvido de esa joya que es San Miguel de Eiré, en su sencillez ayuna de soberbia, remanso para creyentes y agnósticos, todos embebidos de hallazgos sucesivos de una genética histórica, que sugiero como lectura obligada desde la escuela primaria.
No olvidemos los vinos, con denominación de origen y cinco subzonas: Amandi, Chantada, Quiroga-Bibei, Ribeiras do Miño y Ribeiras do Sil. Se puede palpar el orgullo de los productores, que conviviendo con paisajes que rivalizan con los de la Moselle o los del valle del Duero, han mejorado progresivamente sus vinos, con una variedad preferida, la Mencía. Pero puestos a buscar, también se pueden encontrar uvas loureiro, treixadura, godello, Doña Blanca, merenzao, caíño, tempranillo…
Pues bien, desde la Fundación Belarmino Fernández Iglesias, nacida en Rosende, Sober, y con sede en el Pazo de Ribas, asomándose al Cabe, queremos apoyar la candidatura de la Ribeira Sacra a ser designada como Patrimonio de la Humanidad. Creemos que es deber de las generaciones actuales y futuras preservar esta extraordinaria herencia, y esa elección por la UNESCO sería una oportunidad en términos de prestigio, protección y puesta en valor de un indudable bien público, para seguir preservando su autenticidad, la de una Galicia insospechada, bella e insólita.
LUIS CARAMÉS VIÉITEZ
PRESIDENTE
Columna publicada en La Voz de Galicia, edición Ourense